sábado, 5 de octubre de 2013

Un capitulo de unos de mis libros.Disfrutenlo.


La hora de la fuga
La oscuridad había arropado el humilde bohío y  María permanecía metida en su habitación.  Catalina y sus dos hijos menores se encontraban en la cocina hirviendo una tisana de jengibre y hojas de limoncillo. En tanto que Jacinto y Pablo todavía no habían regresado a la casa.

Se aproximaba la hora indicada por Arturo para ir a buscar a la muchacha.  Ella sintió el movimiento de la cuerda del tendedero, lo que indicaba que Arturo había llegado. Nerviosa y embrollada, se movía en el interior del cuarto buscando una oportunidad para escaparse por la ventana, sin embargo, no podía identificar con exactitud donde se encontraban su madre y sus hermanitos, lo que le hacía sospechar que pudieran descubrirla al intentar el escape.

Se escuchó el sonido de una piedrecita que golpeo la ventana de la habitación. La  incertidumbre le hizo abandonar la opción de desaparecer por la ventana, viéndose precisada a optar por otra alternativa.  Tomó una “lámpara jumeadora” y se dirigió a la letrina. Ya en la ruta escuchó la voz de su madre gritarle:
–María, ¿te sientes mal? –-ella se estremeció y le respondió llena de miedo:
 Estoy bien mamá, sólo voy a la letrina.

Cuando entraba a la caseta del retrete, divisó a Arturo que se movía en dirección a ella. Colocó la lámpara encendida sobre el cajón, y partió con su novio en forma apresurada.

El cielo estaba completamente despejado, dejando ver  el brillo de las estrellas. Los dos jóvenes caminaban tomados de las manos entre los arbustos, evadiendo seguir el camino, no vaya a ser que se pecharan con el padre  o el hermano mayor de María, los cuales aún  no habían llegado cuando abandonaron la  casa.

Mientras Arturo y María marchaban acelerados tratando de llegar sin adversidades  a su destino, Catalina se mantenía  en la cocina junto a sus hijos. Prácticamente se habían olvidado de que María se encontraba en la letrina. Al observar la claridad de la luz en la casilla, la madre reaccionó sorprendida.
 ¡María!, ¿qué pasa que llevas tanto tiempo ahí? ¿Te pusiste mala? –exclamó preocupada la madre, al notar que su hija no  había regresado.

Al no obtener respuesta, la mujer se dirigió con pasos apresurados hacia el retrete, para percatarse de cuál era el motivo por el que la muchacha no regresaba. Para su sorpresa, al deslizar el fardo de henequén que fungía como cortina para cubrir la puerta de la caseta, sólo encontró la lámpara jumeadora con una llama muy débil, debido a que había consumido casi en su totalidad el gas que la alimentaba.

– ¡María! –gritó desesperada Catalina, lo que provocó que Leticia y Pedrito salieran de la cocina y se unieran  a su madre.

Catalina y sus dos hijos estaban muy contrariados. Ella no tenía dudas de lo que había ocurrido, pero no quería compartir con sus hijos la amarga noticia.

En medio de la confusión llegaron Jacinto y Pablo.
–Esa sinajute[1] seguro que se fue con el novio –expresó Jacinto decepcionado.
–Leticia, ¿con quién se juntó María cuando fueron a la iglesia esta tarde?  –interpeló Jacinto a su hija, sin dar muestra de abandonar el enfado.

La muchacha un tanto nerviosa le respondió:
       Con el único que ella se detuvo a conversar fue con Arturo.
–Pues seguro que se fue con ese hijo de la mala leche. Eso era lo último que  faltaba, que ese desgraciado trate de burlarse de nosotros –prosiguió diciendo el encolerizado padre.

Pablo, por su parte, al observar  la ira que arropaba a su papá, le propuso que fueran a buscar a su hermana. Sin embargo, Catalina consciente de las implicaciones que se podrían derivar de una acción de esa naturaleza, intervino para aconsejarle que desistieran de esa idea.
–Si ella tomó esa decisión lo mejor es dejarla –agregó la mamá de la muchacha.

Jacinto y Pablo aceptaron a regañadientes la sugerencia de Catalina, aunque  su marido no paraba de añadir calificativos sobre el comportamiento de Enemencio y su hijo.
–A ella (a María)  le espera una vida infeliz, similar a la de la pobre Agustina. Yo no creo ni en borrachones, ni en galleros, y ese muchacho lleva el mismo “agentamiento”[2] del papá–. Continuaba sermoneando don Jacinto, como si tratara de descargar parte del pique que llevaba dentro.

–Tal vez no, ese muchacho es trabajador. Nadie sabe si “toma cabeza” –dijo doña Catalina, tratando de consolar a su marido.
–Una porquería que todavía no sabes ni siquiera lavarse el culo, y dizque pensando en marío –seguía refunfuñando el padre de la muchacha.

Jacinto era un hombre delgado, de piel morena, casi negra (indio oscuro como suele decirse en dominicana) y ojos color café. Tenía el bozo recortado casi a ras de la piel.  Los punzantes pelos del bigote parecían espinas de erizo de color negro y gris. Las canas que presentaba en lo que fuera su negra y encrespada cabellera, también se le reflejaban en el bigote.

El decepcionado padre sacó una silla y la reclinó sobre un seto de un cuarto que estaba contiguo a la cocina, en que dormían Pablo y Pedrito. Encendió un pachuché[3] para tratar de disipar su enfado. Mientras, los demás integrantes de la familia ingresaron a la casa con el propósito de irse a la cama.

Permaneció ahí sentado por más de una hora, con un  pique que si lo pinchaban no botaba una  gota de sangre, hasta que salió Catalina para convencerlo de que tenían que aceptar la realidad;  y finalmente se lo llevó  a la cama, aunque durante toda la noche no pudo conciliar el sueño.



[1] Sinajute: Es una expresión que la gente del campo emplea en lugar de sinvergüenza o vagabundo, y que resulta de la contracción de sin ajuste.
[2] Agentao: se utiliza para expresar que alguien quiere  aparentar ser más de lo que es.

[3] Pachuché: Cigarrillo rudimentario elaborado por los campesinos  con picadura de tabaco de andullo. 

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