sábado, 12 de octubre de 2013

De mi libro "La fuerza de lod debiles"


Un hipo maldito
En el vecindario había niños de diferentes tamaños y  edades. Nos agrupábamos de acuerdo a los elementos comunes que había entre nosotros. Aunque siempre convergíamos en la celebración de juegos que nos involucraban a todos. Incluso, en algunas ocasiones, participaban los adultos, como eran las veladas de cuentos y adivinanzas que tenían lugar en la casa de abuela.

Todos los muchachos nos llevábamos como hermanos. Nos desplazábamos de una casa a otra y los padres nos recibían a todos, claro con algunas diferenciaciones,  como si fuéramos  sus hijos. El mundo que ocurría a nuestro alrededor era casi una rutina, hasta que ocurrió un desafortunado acontecimiento.

Uno de los primos que más apreciábamos, era un niño de unos 5 ó 6 años, llamado Antolí, al que le decíamos cariñosamente Tole. Era muy alegre y cariñoso. A todos nos encantaba jugar y estar junto a él, ya que siempre irradiaba alegría. No recuerdo haberlo visto nunca con ropa, siempre andaba completamente desnudo.

Cuando salíamos con él y pasábamos por un arroyo, si encontraba un pozo, se introducía de inmediato aprovechando la desnudez. Para luego salir mojado y seguir detrás de nosotros tiritando de frío. Disfrutábamos sus ocurrencias, pues siempre estaba de buen humor.

Una tardecita llegó a casa, acompañado de su madre doña Martina, afectado de un hipo, que de acuerdo a lo que dijo su madre, le comenzó luego de haberse tragado, de manera involuntaria,  un fragmento de un  pétalo de lirio.
                             
Después de Martina conversar un buen rato con mamá y entre ambas  hacerles algunas cosas que decían ayudaban a quitarle el hipo, como era: ponerle una moneda de un chele en la frente, darle a tomar tres tragos de agua, y tratar de provocarle un susto. Ninguna de estas medidas funcionó y el muchacho seguía con el hipo.
     
Al final, la atribulada madre se marchó con su muchacho, después de hacer una oración. Nunca he podido olvidar la escena de esa partida: Martina iba delante y Tole desnudo, la seguía detrás, siendo sacudido constantemente por el fatídico hipo.

Nos acostamos cuando llegó la noche, pues entendíamos  ese malestar como algo rutinario que desaparecería en cualquier momento, al igual que nos ocurría a nosotros en múltiples ocasiones. Sin embargo, unas cuantas horas después de habernos acostados, escuchamos gritos en casa de  Martina. Todos corrimos hacia allá  y cuando llegamos,  el niño estaba muerto tendido en una cama. Su madre y hermanos lloraban desconsolados.

Todos los muchachos estábamos desconcertados, no entendíamos lo que estaba ocurriendo. Era la primera vez que nos encontrábamos frente a una muerte y ésta nos había tocado tan de cerca que no sabíamos qué hacer. Nos preguntábamos como sería la vida en lo adelante sin nuestro compañerito.

Al día siguiente el panorama se tornó muy  triste, cuando se dispusieron a sacar el ataúd de la casa, para llevarlo al cementerio. Tole parecía que estaba dormido y nosotros llorábamos reunidos a su lado. Lo único raro que encontrábamos en él  era que estaba vestido de blanco y que lo veíamos más grande de lo que realmente era en vida.

Finalmente comenzaron a sacar  la litera, entonando una canción que si mal no recuerdo decía:
“Los niños son de Cristo. Él es su salvador. Son joyas muy preciosas. Comprólas con su amor. Joyas, joyas, joyas. Joyas del salvador. Estamos en esta tierra. Cual luz y dulce amor...”

Al ritmo de esa canción se fue alejando el féretro de Tole. Nosotros seguíamos la multitud. Todos llorábamos sin consolación, pues en apenas horas, la vida se nos había convertido en una verdadera pesadilla.

         

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