sábado, 18 de enero de 2014

Fragmento de mi libro "La furza de los debiles"

32-La Muerte de la Vieja Fato. Choque de Creencias

Uno de los problemas más controversiales que se nos presentaba a los muchachos evangélicos, era cuando salíamos al pobladito a hacer un mandado o cuando íbamos a la escuela. Los demás muchachos e incluso personas mayores, cuando nos veían se persignaban y hacían una cruz con los dos dedos índices  y luego la besaban y   volvían a  persignarse. Pues  en la comarca se decía que “los convertíos le temen a la cruz” y muchas otras cosas más que eran parte de las creencias y prácticas que la mayoría de la gente profesaba.

Un acontecimiento que produjo una  diferenciación entre protestantes y católicos, fue la muerte de mi abuela, la vieja Fato, en el año 1961. Todavía estando grave, me enviaron a Imbert a buscar al pastor Félix Pereira para que encabezara las ceremonias de los funerales. Partí aproximadamente a las dos de la tarde en un caballo muy veloz, de mi padrino Emilio Rosario, que vivía en el Jamo de  Altamira y que estaba casado con mi madrina, Martha, hija de Fato y hermana de mamá. Cuando llegué a  Imbert me informaron que el pastor no se encontraba y que estaba en el Jamo, precisamente en la casa de Emilio Rosario. Por lo que me vi precisado a dar marcha atrás y regresar a la casa de mi abuela.

Cuando llegué ya era de noche y abuela estaba muerta, vestida de blanco en un ataúd en medio de la sala. Las paredes estaban  cubiertas con sábanas también blancas y en una pequeña mesa, cubierta con una manta, había una Biblia grande abierta. No había velas encendidas y tampoco  se estaba  rezando, como era común  cuando morían personas en el lugar.  Era la primera vez que ocurría un hecho de esta naturaleza,  por lo que hasta nosotros resultamos sorprendidos de lo que  estaba ocurriendo.

Los bancos y las sillas de los vecinos estaban en la sala de la casa y en el amplio patio. Había una gran cantidad de familiares y amigos, los más cercanos lloraban y otros se mostraban alarmados y murmuraban  entre sí, sorprendidos por lo extraño que resultaba el panorama que se daba alrededor del “altar” en donde se encontraba la difunta.

Algunos conocidos rezadores, habían llegado al velorio con su rosario a mano, listos para comenzar a rezar  el “Padre Nuestro”, las “Avemarías”, las “Salves” y demás letanías que acostumbraban  decir en situaciones similares. Se indignaban al  enterarse que mientras la difunta agonizaba, no hubo nadie presente, para rezarle el “Credo” que le ayudaría a despedirse de este mundo y encontrar el camino despejado en su viaje a la eternidad.

En medio de esa confusión  se produjo la llegada de Julio Medina, uno de los hijos. Éste  había acumulado una gran cantidad de velas y velones, fabricados  con cera de abeja y las tenía  guardadas en una cantara o lata, durante mucho tiempo, para cuando se presentara esa ocasión. Al encontrar que no  las habían  encendido, protestó  enérgicamente y amenazó con instalar  un altar en su casa y no volver más  a los funerales, si no  le prendían las velas a su madre.

Frente a la situación presentada, los familiares evangélicos de la difunta, optaron por permitirle que encendiera sus velas. Los católicos apoyaron la actitud de Julio  y comentaban satisfechos el triunfo que habían obtenido.  Sin embargo, como Julio por lo general no se encontraba en la casa, debido a que era un asiduo jugador de tabernas, cuando las velas se consumían, ninguno de los parientes las reemplazaba y se mostraban indiferentes. Parecía que no se daban por enterado  de lo ocurrido. Cuando Julio volvía y se acercaba al altar, colocaba sus velones y velas, no sin antes exteriorizar sus quejas por lo que entendía era un sacrilegio.

Cuando di  la noticia de que no encontré al pastor, inmediatamente me enviaron en la  burra a Río Grande, a buscar los evangélicos de allá. También mandaron a Josué al Jamo, en la yegüita que teníamos, para que trajera  al pastor Félix Pereira  y a los demás familiares de la difunta  que vivían en ese lugar. La presencia del pastor y de otros evangélicos era imprescindible para dirigir las ceremonias, debido a que de los presentes, los que podían hacerlo, eran “dolientes” y estaban muy afectados por la muerte de abuela.

Partimos a  cumplir con la responsabilidad que nos habían encomendado. Yo tenía trece años, Josué tenía quince. Nos miramos con incertidumbre y emprendimos la ruta cada uno en su dirección. Ambos teníamos fijo el cadáver que habíamos dejado en la caja o ataúd   y venían a nuestro recuerdo las muchas historias de muertos que habíamos escuchado.

El camino que me tocaba recorrer era  más corto y menos tortuoso que el que esperaba a Josué, quien tenía que atravesar la loma de la Prieta, pasando espesos bosques y oscuros arroyos. A él  le esperaba juntarse y regresar con los primos y con Félix, lo que era un  incentivo para realizar el viaje, pues nos encantaba juntarnos con ellos, porque nos enseñaban cosas que nosotros no sabíamos, como por ejemplo, nos contaban películas, hablaban de aviones, marcas de automóviles, etc. etc..

Yo por lo menos tenía definida la estrategia que  pondría  en práctica para enfrentar el miedo, si éste se me presentara. Acudiría, como era  costumbre, a los Salmos que me sabía de memoria. Pienso que en el trayecto acudí a ellos decenas de veces.

Recuerdo que cuando me arrimaba  a "El Alto de La Atravesada”, escuché  el zumbido de los vientos que chocaban en los bosques que conforman la llamada “Breña” y ya cuando me encontraba en la cima, una ligera  brisa fría  me azotó  por la espalda.  De repente, “la piel se me engranujó”37 y “se me engrifó el pelo”  .Comenzaba a repetir en la mente el salmo 91: “El que habita al abrigo del altísimo, morará bajo la sombra del omnipotente...”. Cuando sentí la brisa, de repente caí sin pensarlo en el salmo 23: “Jehová es mi pastor, nada me faltará.....” recibiendo nuevos impulsos y  así continué la ruta sobre mi burra.

Cuando llegué  a Río Grande, ya las personas que fui a buscar habían salido para el velorio, tomando un  camino diferente al que yo había seguido. No me quedó otra alternativa que dar marcha atrás para regresar al velorio, pero cuando ya estaba en la ruta de vuelta, me encontré  con papá que se disponía a partir y me acompañó en el viaje de regreso.

En el camino no hubo mucha conversación. Yo cabalgaba delante sobre mi animal y papá nos seguía  a pie con una linterna alumbrando el oscuro sendero. Solamente recuerdo que al pasar por una pulpería en La Atravesada, me preguntó si quería algo de comer. Le respondí afirmativamente y entonces entró al negocio y me compró un "bombón”38, un pedazo de queso y una malta morena. Comí  con mucho apetito ese manjar, ya que no había injerido prácticamente nada durante todo el día y era alrededor de las nueve de la noche.

Cuando llegamos al velorio, los “hermanos” de Río Grande habían tomado el control de la ceremonia religiosa. Cantaban himnos y coros, leían la Biblia, y predicaban exhortando a los presentes a arrepentirse de sus pecados. A eso de la media noche, llegó Josué, acompañado de los primos y del pastor Félix Pereira, quien se incorporó de inmediato a la conducción de los actos religiosos.

Al día siguiente, en el momento en que procedían a sacar el ataúd, se produjo otra extraña situación: Resulta que una señora que se había pasado toda la mañana sentada en un banco, sin decir una palabra, comenzó a  producir unos extraños gestos, dando unos saltitos, moviéndose de los hombros hacia arriba y estirando las piernas. Mucho de los presentes, comenzaron a colocarse a su alrededor, pues a la señora se le conocía como experta en “montarse”39.

La señora continuaba con sus movimientos y tratando de pronunciar algunas palabras, siendo sostenida por varios hombres. Una voz masculina, que no pude identificar dijo: “Déjenla que la difunta quiere decir algo”. Se habló de que la  señora era “el caballo” y que estaba “poseída” por el espíritu de mi abuela.

Yo realmente, estaba asombrado y  sentía algo de miedo, hasta que de repente, los evangélicos que estaban en la sala, salieron  acompañando el féretro, coparon  el patio, quizás ajeno a lo que allí estaba ocurriendo y  comenzaron a entonar una canción que decía: Meditad en que hay un hogar. En la margen del río de luz. Donde van para siempre a gozar. Los creyentes en Cristo Jesús. Más allá, más allá. Meditad en que hay un hogar...

En medio de la interpretación de la canción, el sepelio se alejó  y la señora que estaba “poseída” también desapareció del escenario, quedando yo con la inquietud de no haber podido enterarme, qué era lo que quería decir mi abuela.

Durante los siguientes nueve días se llevaron a cabo cultos todas las noches. El altar permaneció instalado durante ese periodo al igual que como era la tradición católica.  La diferencia radicaba en que no se encendían velas y que en lugar de rezos por el alma de la difunta, se pronunciaban prédicas en las que se hacia alusión a la necesidad de buscar el perdón de dios en vida.

Los vecinos llegaban con sus aportes, consistentes en paquetes de azúcar y café, así como botellas de gas para  alimentar las lámparas para el alumbrado. Unos llevaban dinero en efectivo para ayudar a cubrir los gastos, y otros enviaban víveres para la comida de los dolientes. Todas las noches se brindaba café t tizanas a los visitantes.

El día de la vela asistió una gran concurrencia, integrada por los familiares, vecinos y evangélicos procedentes de Imbert, Altamira, guananico, Santiago y  todas las comunidades vecinas en que existían iglesias. Ese día se preparó un almuerzo para todos los presentes. Las mujeres competían entre si cual cocinaba mejor su paila de arroz, y las habichuelas se prepararon en un caldero gigante que le llamaban “el fondo de Juan Parra”, en honor al nombre de su propietario.

A la hora de servir el almuerzo, los platos fueron colocados en hileras  sobre tablas,  que  los convidados iban tomando en forma ordenada. Las cucharas se tornaron insuficientes y tío Gero cortaba pencas de mayas y luego de quitarles las espinas dividia en pedazos cortados en forma ovalada en uno de los extremos, y los repartía  a aquellos que no alcanzaron cuchara.

Cuando pasaron los funerales de abuela, las bromas e injurias contra nosotros se acentuaron, cada vez eran más las señales y expresiones de satanización que recibíamos de niños y de personas mayores. Como consecuencia de esas bromas fueron muchas las peleas que nos tocó  librar. Pues aunque conocíamos   la enseñanza del maestro a sus discípulos, cuando les sugería: “Al que te hiera la mejilla derecha, preséntale también la izquierda... ", esto no aplicaba para nosotros. No fueron pocos los muchachos que  tuvieron que arrepentirse por utilizar semejantes bromas.

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