La hora de la fuga
La
oscuridad había arropado el humilde bohío y María permanecía metida en su
habitación. Catalina y sus dos hijos menores se encontraban en la cocina
hirviendo una tisana de jengibre y hojas de limoncillo. En tanto que Jacinto y
Pablo todavía no habían regresado a la casa.
Se
aproximaba la hora indicada por Arturo para ir a buscar a la muchacha.
Ella sintió el movimiento de la cuerda del tendedero, lo que indicaba que
Arturo había llegado. Nerviosa y embrollada, se movía en el interior del cuarto
buscando una oportunidad para escaparse por la ventana, sin embargo, no podía
identificar con exactitud donde se encontraban su madre y sus hermanitos, lo
que le hacía sospechar que pudieran descubrirla al intentar el escape.
Se
escuchó el sonido de una piedrecita que golpeo la ventana de la habitación.
La incertidumbre le hizo abandonar la opción de desaparecer por la
ventana, viéndose precisada a optar por otra alternativa. Tomó una
“lámpara jumeadora” y se dirigió a la letrina. Ya en la ruta
escuchó la voz de su madre gritarle:
–María,
¿te sientes mal? –-ella se estremeció y le respondió llena de
miedo:
– Estoy bien mamá, sólo voy a la
letrina.
Cuando
entraba a la caseta del retrete, divisó a Arturo que se movía en dirección a
ella. Colocó la lámpara encendida sobre el cajón, y partió con su novio en
forma apresurada.
El cielo
estaba completamente despejado, dejando ver el brillo de las estrellas.
Los dos jóvenes caminaban tomados de las manos entre los arbustos, evadiendo
seguir el camino, no vaya a ser que se pecharan con el padre o el hermano
mayor de María, los cuales aún no habían llegado cuando abandonaron
la casa.
Mientras
Arturo y María marchaban acelerados tratando de llegar sin adversidades a
su destino, Catalina se mantenía en la cocina junto a sus hijos. Prácticamente
se habían olvidado de que María se encontraba en la letrina. Al observar la
claridad de la luz en la casilla, la madre reaccionó sorprendida.
– ¡María!, ¿qué pasa que llevas
tanto tiempo ahí? ¿Te pusiste mala? –exclamó preocupada la madre, al notar
que su hija no había regresado.
Al no
obtener respuesta, la mujer se dirigió con pasos apresurados hacia el retrete,
para percatarse de cuál era el motivo por el que la muchacha no regresaba. Para
su sorpresa, al deslizar el fardo de henequén que fungía como cortina para
cubrir la puerta de la caseta, sólo encontró la lámpara jumeadora con una llama
muy débil, debido a que había consumido casi en su totalidad el gas que la
alimentaba.
– ¡María!
–gritó desesperada Catalina, lo que provocó que Leticia y Pedrito salieran de
la cocina y se unieran a su madre.
Catalina
y sus dos hijos estaban muy contrariados. Ella no tenía dudas de lo que había
ocurrido, pero no quería compartir con sus hijos la amarga noticia.
En medio
de la confusión llegaron Jacinto y Pablo.
–Leticia,
¿con quién se juntó María cuando fueron a la iglesia esta tarde?
–interpeló Jacinto a su hija, sin dar muestra de abandonar el enfado.
La
muchacha un tanto nerviosa le respondió:
– Con el único que ella se detuvo a
conversar fue con Arturo.
–Pues
seguro que se fue con ese hijo de la mala leche. Eso era lo último que
faltaba, que ese desgraciado trate de burlarse de nosotros –prosiguió diciendo el
encolerizado padre.
Pablo,
por su parte, al observar la ira que arropaba a su papá, le propuso que
fueran a buscar a su hermana. Sin embargo, Catalina consciente de las
implicaciones que se podrían derivar de una acción de esa naturaleza, intervino
para aconsejarle que desistieran de esa idea.
–Si ella
tomó esa decisión lo mejor es dejarla –agregó la mamá de la muchacha.
Jacinto y
Pablo aceptaron a regañadientes la sugerencia de Catalina, aunque su
marido no paraba de añadir calificativos sobre el comportamiento de Enemencio y
su hijo.
–A ella
(a María) le espera una vida infeliz, similar a la de la pobre Agustina.
Yo no creo ni en borrachones, ni en galleros, y ese muchacho lleva
el mismo “agentamiento”[2] del papá–. Continuaba sermoneando
don Jacinto, como si tratara de descargar parte del pique que llevaba dentro.
–Tal vez
no, ese muchacho es trabajador. Nadie sabe si “toma cabeza” –dijo doña
Catalina, tratando de consolar a su marido.
–Una
porquería que todavía no sabes ni siquiera lavarse el culo, y dizque pensando en
marío –seguía refunfuñando el padre de la muchacha.
Jacinto
era un hombre delgado, de piel morena, casi negra (indio oscuro como suele
decirse en dominicana) y ojos color café. Tenía el bozo recortado casi a ras de
la piel. Los punzantes pelos del bigote parecían espinas de erizo de
color negro y gris. Las canas que presentaba en lo que fuera su negra y
encrespada cabellera, también se le reflejaban en el bigote.
El
decepcionado padre sacó una silla y la reclinó sobre un seto de un cuarto que
estaba contiguo a la cocina, en que dormían Pablo y Pedrito. Encendió un pachuché[3] para tratar de disipar su enfado.
Mientras, los demás integrantes de la familia ingresaron a la
casa con el propósito de irse a la cama.
Permaneció
ahí sentado por más de una hora, con un pique que si lo pinchaban no
botaba una gota de sangre, hasta que salió Catalina para convencerlo de
que tenían que aceptar la realidad; y finalmente se lo llevó a la
cama, aunque durante toda la noche no pudo conciliar el sueño.
[1] Sinajute: Es una expresión que la gente del campo emplea
en lugar de sinvergüenza o vagabundo, y que resulta de la contracción de sin
ajuste.
[3] Pachuché: Cigarrillo rudimentario
elaborado por los campesinos con picadura de tabaco de andullo.
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