Un hipo maldito
En el vecindario había niños de diferentes
tamaños y edades. Nos agrupábamos de
acuerdo a los elementos comunes que había entre nosotros. Aunque siempre
convergíamos en la celebración de juegos que nos involucraban a todos. Incluso,
en algunas ocasiones, participaban los adultos, como eran las veladas de
cuentos y adivinanzas que tenían lugar en la casa de abuela.
Todos los muchachos nos llevábamos como
hermanos. Nos desplazábamos de una casa a otra y los padres nos recibían a
todos, claro con algunas diferenciaciones,
como si fuéramos sus hijos. El
mundo que ocurría a nuestro alrededor era casi una rutina, hasta que ocurrió un
desafortunado acontecimiento.
Uno de los primos que más apreciábamos, era
un niño de unos 5 ó 6 años, llamado Antolí, al que le decíamos cariñosamente
Tole. Era muy alegre y cariñoso. A todos nos encantaba jugar y estar junto a
él, ya que siempre irradiaba alegría. No recuerdo haberlo visto nunca con ropa,
siempre andaba completamente desnudo.
Cuando salíamos con él y pasábamos por un
arroyo, si encontraba un pozo, se introducía de inmediato aprovechando la
desnudez. Para luego salir mojado y seguir detrás de nosotros tiritando de
frío. Disfrutábamos sus ocurrencias, pues siempre estaba de buen humor.
Una tardecita llegó a casa, acompañado de su
madre doña Martina, afectado de un hipo, que de acuerdo a lo que dijo su madre,
le comenzó luego de haberse tragado, de manera involuntaria, un fragmento de un pétalo de lirio.
Después de Martina conversar un buen rato con
mamá y entre ambas hacerles algunas
cosas que decían ayudaban a quitarle el hipo, como era: ponerle una moneda de
un chele en la frente, darle a tomar tres tragos de agua, y tratar de
provocarle un susto. Ninguna de estas medidas funcionó y el muchacho seguía con
el hipo.
Al final, la atribulada madre se marchó con
su muchacho, después de hacer una oración. Nunca he podido olvidar la escena de
esa partida: Martina iba delante y Tole desnudo, la seguía detrás, siendo
sacudido constantemente por el fatídico hipo.
Nos acostamos cuando llegó la noche, pues
entendíamos ese malestar como algo
rutinario que desaparecería en cualquier momento, al igual que nos ocurría a
nosotros en múltiples ocasiones. Sin embargo, unas cuantas horas después de
habernos acostados, escuchamos gritos en casa de Martina. Todos corrimos hacia allá y cuando llegamos, el niño estaba muerto tendido en una cama. Su
madre y hermanos lloraban desconsolados.
Todos los muchachos estábamos desconcertados,
no entendíamos lo que estaba ocurriendo. Era la primera vez que nos
encontrábamos frente a una muerte y ésta nos había tocado tan de cerca que no
sabíamos qué hacer. Nos preguntábamos como sería la vida en lo adelante sin nuestro
compañerito.
Al día siguiente el panorama se tornó
muy triste, cuando se dispusieron a
sacar el ataúd de la casa, para llevarlo al cementerio. Tole parecía que estaba
dormido y nosotros llorábamos reunidos a su lado. Lo único raro que
encontrábamos en él era que estaba
vestido de blanco y que lo veíamos más grande de lo que realmente era en vida.
Finalmente comenzaron a sacar la litera, entonando una canción que si mal
no recuerdo decía:
“Los niños son de Cristo. Él es su salvador.
Son joyas muy preciosas. Comprólas con su amor. Joyas,
joyas, joyas. Joyas del salvador. Estamos en esta tierra. Cual luz y dulce amor...”
Al ritmo de esa canción se fue alejando el
féretro de Tole. Nosotros seguíamos la multitud. Todos llorábamos sin
consolación, pues en apenas horas, la vida se nos había convertido en una
verdadera pesadilla.
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