Articulo publicado por Eduardo Gracia Michel en el periodico Diario Libre
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Aguzó la vista. Ajustó la careta, que en la parte frontal tenía cuadrantes de hilos de alambre, reforzados con gangorra. Se concentró en esperar el lanzamiento.
_Striiike_, cantó, con voz poderosa, atiplada.
Añoraba su tiempo de muchacho. Entonces jugaba en su posición preferida, el jardín central. Corría como gacela, su vista era de águila y tenía poder suficiente para conectar la pelota, de vez en cuando, a la cerca de alambre de púas.
_ ¡Qué tiempos aquellos!_, exclamó con nostalgia.
_Este va ser un juego reñido y relevante entre los muchachos aguerridos de Altamira y los engreídos de Imbert, aunque no es lo mismo que en mi época _, añadió, mientras se montaba en la guagua que lo llevaría a Imbert a ver el juego de pelota
_ ¿Relevante?_, preguntó alguien a quien no le interesaba tanto el juego, pero si el jolgorio. _Si, relevante. ¡Qué carajo se cree usted! ¿No se da cuenta de que está en juego el prestigio de Altamira?_, le espetó, mientras compartían la guagua que lo conducía al campo de pelota.
La cara le sudaba; las gotas recorrían su columna.
Era impresionante su talante, agachado, ligeramente ladeado, detrás del plato, soberbio, casi poseído.
_ ¡Booolaa!_ , dijo con énfasis, saboreando el poder que recién le habían concedido.
Los de Imbert sospechaban. _ ¿Cómo vas tú a ser imparcial si eres de Altamira?_, le reclamó un mozalbete. _ Mire, coño, muchacho, respetémonos. No ve que yo soy mayor que usted. Aquí el árbitro voy a ser yo, y se acabó-, sentenció, quitándose la gorra y abanicando la brisa en señal de que ya todo estaba decidido.
En eso intervino Batutín, nativo de Altamira, que residía en Imbert; jugaba para el equipo local y se había convertido en su principal bateador.
_No se preocupen; yo lo conozco. Es un pobre infeliz_, dijo. _Déjenlo arbitrar y no tengan miedo, que lo hará bien_, agregó.
Así se zanjó la discusión y se inició el juego.
Es verdad que lo aceptaron, de buena fe, confiados, pero no se explicaban por qué tenía que ir a arbitrar un juego con el puñal en el cinto, y menos aún bebiendo ron, como lo estaba haciendo entre entrada y entrada.
-Mejor déjenlo quieto, que ese es un viejo loco-, musitó alguien en el público, para disipar la inquietud.
_ !Striiiike! _, volvió a vocear. _Striiiiiiiike_, repitió de nuevo, cuando el juego ya estaba en su fase decisiva.
Altamira ganaba el partido, dos carreras por una. Era la novena entrada; dos out y dos strikes. Corredores en segunda y tercera.
El lanzador escogió su lanzamiento y lo tiró. Se escuchó un sonido seco y un fuerte roletazo salió disparado por el mismo medio del campo, cepilló la pierna del lanzador y se internó en el jardín central.
Todo era bullicio y algarabía en los parciales de Imbert, pues parecía que habían ganado el juego.
En fracciones de segundos se le arremolinaron miles de pensamientos, pero uno le arrebató la cabeza y lo trastornó. _ ¡El prestigio de Altamira, carajo, hay que mantener en alto el prestigio de Altamira! _, recordó.
Rumiando desesperación, se paró encima del plato, sacó el reluciente puñal del cinto, lo frotó varias veces contra la grama, y poniéndose enhiesto, desafiante, sentenció con severidad, con el puñal en alto, agitándolo de un lado para otro: _!Foouuuul, cooooño, foouuuul, fuee fouuuuuuuul!_.
Se armó la de Troya.
Entre palos, piedras y botellas al aire, lo peor fue que un peón del ingenio, embriagado por la apuesta, le arrebató el puñal y lo dejó guardado en su pecho, que comenzó a manar cerezas rojas.
El compañero de viaje en la guagua, al verlo tendido boca arriba, atinó a decir, _¡Qué pena, tan buen árbitro, sino hubiera sido por el prestigio de Altamira y el foul de Batutín! _
De Eduardo García Michel
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