sábado, 14 de diciembre de 2013

Reflexiones de la profesora Dixa Ramirez sobre la sentencia del TC

La distorsión de la historia es un aspecto típico del nacionalismo. Podemos ver la encarnación más reciente de este axioma en la polémica en torno a la sentencia 168/13 del Tribunal Constitucional dominicano.
Varios sectores han expresado su disgusto con esta en medios de comunicación dominicanos y estadounidenses.
Aunque yo también estoy disgustada con la sentencia, no repetiré ese discurso. Mi propósito es desafiar la idea de que los dominicanos en el exterior no podemos —ni deberíamos—involucrarnos en los asuntos del país, y demostrar que los dominicanos en el exterior históricamente han ayudado a crear el país.
Parte de la razón por la cual muchos de nosotros estamos indignados con la sentencia es porque entendemos lo que es la exclusión y la marginación dentro de un país que cuestiona nuestra legalidad y que subestima nuestros aportes
Una carta abierta dirigida al escritor Junot Díaz, quien se expresó en contra de la sentencia y resaltó la corrupción política y de la prensa, fue firmada por ocho autodenominados “Intelectuales por la RepúblicaDominicana.” Esta carta ejemplifica la postura de que los dominicanos residentes fuera del país somos, más bien, dominicanos-entre-comillas.
Terminan su carta evocando a los grandes pensadores dominicanos, incluyendo a Duarte y a Pedro Henríquez Ureña. ¿Es que no se acuerdan de que Duarte vivió y murió en el exilio, y que Henríquez Ureña pasó la mayor parte de su vida en México, Argentina, y los Estados Unidos?
De hecho, los intelectuales de mayor influencia en el país, desde el izquierdista Juan Bosch hasta el ultra-conservador Joaquín Balaguer, estuvieron desterrados por mucho tiempo.
Aún más, Francisco Henríquez y Carvajal—esposo de Salomé Ureña, padre de Pedro, y presidente de la República en 1916— vivió en Haití y Cuba por varios años. Cuando se borran los hechos para crear una historia que favorezca alguna ideología, entramos en peligro.
No sorprende que estos intelectuales también borren la importante aportación de remesas enviadas al país por dominicanos en el exterior, las que representan un porcentaje significativo del PIB.
Parte del enojo de estos intelectuales nace de la percepción de que la soberanía del país está en peligro. Entiendo muy bien esta frustración. El miedo al imperialismo cultural, económico y político de países como Estados Unidos no es absurdo. Pero sí lo es la idea de que los dominicanos en el exterior como Junot Díaz—y como yo—representamos los intereses dominantes del país en que vivimos.
Parte de la razón por la cual muchos de nosotros estamos indignados con la sentencia es porque entendemos lo que es la exclusión y la marginación dentro de un país que cuestiona nuestra legalidad y que subestima nuestros aportes.
Muchos de nosotros también entendemos la frustración cuando enfrentamos el rechazo de la complejidad de la historia dominicana, especialmente en relación con Haití, que explica—pero no excusa—las nociones raciales de muchos dominicanos. Estuve en Santo Domingo recientemente para participar en el congreso internacional de la Association of theWorldwide African Diaspora (Asociación de la Diáspora Africana Mundial).
Durante varias conversaciones informales, noté que muchos participantes no-dominicanos estaban convencidos de que todos los dominicanos somos anti-haitianos. Para ellos, los dominicanos representaban el peor racismo de las Américas  y, como la gran mayoría de nosotros somos de ascendencia africana, el auto-odio.
Para mí fue raro que estas personas, quienes reconocen la diversidad de opiniones en los Estados Unidos, clasifiquen a los dominicanos como un organismo uniformemente problemático. Esto enfada, porque ignoran los esfuerzos de los dominicanos que han luchado contra el anti-haitianismo y las otras expresiones de la opresión y el odio.
Sin embargo, la ignorancia fluye de ambos lados. Uno de los momentos más desalentadores para mí ocurrió hace varias semanas. Durante una conversación acerca de la sentencia con diez estudiantes universitarios dominicanos que estaban de visita en YaleUniversity, donde enseño, una estudiante de medicina dijo que las mujeres haitianas reproducen mucho y rápido.
Estas palabras recuerdan las de Balaguer en su influyente texto anti-haitiano La isla al revés, cuando escribe que la “densidad de población [en Haití] tiende a aumentar rápidamente bajo la influencia de . . . la fecundidad característica del negro.”
En este mismo libro, Balaguer excusa la masacre de haitianos y dominico-haitianos en 1937, evidencia del peligro de vernos culturalmente, y hasta físicamente, diferentes a nuestros vecinos.
No obstante todas las palabras decepcionantes que he leído y oído acerca de esta situación en las últimas semanas, veo algunos rayos de esperanza. Por ejemplo, durante la misma conversación con los estudiantes, dos o tres argumentaron con pasión en contra de la sentencia.
También siento esperanza cuando mis dos primitas, quienes están inscritas en una escuela pública en Santo Domingo, defienden los derechos de los migrantes haitianos y sus descendientes a vivir y trabajar en paz.
Estas ideas son basadas en los esfuerzos de su maestra, quien parece apoyar, como yo, un patriotismo que no se basa ni en odio ni en exclusión.
La historia nos muestra que este tipo de patriotismo ha surgido no sólo dentro de la isla sino también en el exterior. No hay porqué re-escribirla.

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