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En ruta a casa
Cuando los demás pasajeros ocuparon los asientos que quedaban vacíos, el
autobús inició la marcha rumbo a la ciudad de Santiago. Eduard y Sonia se
mantenían sentados en la última butaca.
Eduard comprendió que se encontraba en una encrucijada, pues desde que
terminaron la preparatoria en la universidad, sólo veía a Sonia en forma
ocasional, aprovechando cada encuentro para decirle algunos piropos acerca de
su belleza y sus encantos. Ahora la tenía sentada a su lado para transitar una
ruta que le tomaría por lo menos dos horas, lo que le obligaba a tratar temas
con más formalidad, que cuando se juntaban en el centro de estudios. Tenía
presente la última vez que se juntaron y que él privando de listo la saludó
nombrándola como el “amor de su vida”, recibiendo de ella su merecido reproche.
El autobús estaba repleto de personas, la mayoría jóvenes, algunos eran
estudiantes conocidos de Eduard y Sonia. En la primera parte del recorrido,
cuando todavía estaban en la ciudad de Santo Domingo, todos los ocupantes se
mantenían en silencio, mirando por los cristales el fuerte patrullaje que se
mantenía a lo largo de la ruta: tropas excesivamente armadas, vehículos
blindados y de asalto recorrían lentamente las calles y avenidas; tanques de
guerra estacionados en lugares considerados estratégicos, y una ciudad
desolada, tensa y calmada, marcaban el
panorama que iban dejando atrás.
En la ruta, Eduard se sentía un poco
timorato y no sabía por dónde empezar a conversar con su amiga. Sin embargo
ella rompió el hielo preguntándole:
− ¿Hacia dónde tú vas?
−Voy a donde mis padres que viven en
Santa Elena. − Le contestó él.
− ¿Y tu amigo Roberto, dónde lo dejaste? −Agregó Sonia.
−Nos separamos hace alrededor de una hora. Se fue a su casa en Las Matas de
Farfán.
− ¿Y tú hacia dónde te diriges?, −le preguntó Eduard.
−Soy de Monte Cristi, mi papi me está esperando en Santiago, para irnos a
casa. Respondió Sonia. Y agregó:
−Mi padre siempre se opuso a que yo fuera a estudiar a la UASD, además de
que la considera peligrosa, dice que en ella se pierde demasiado tiempo.
−Él tiene razón, uno sabe cuando entra, pero no cuando va a terminar, -
amplió Eduard.
−Cuando papi me llamó esta mañana –prosiguió Sonia− lo primero que me dijo
fue que me prepare para que ingrese a una universidad privada. Pero a mi me
gusta la UASD.
−Pienso que debes escuchar a tus padres y si la universidad no se abre
rápido, tienes que hacer lo que ellos te sugieran.
Dialogaban de manera muy formal, mientras la guagua seguía rodando. En el
camino se encontraron con algunos puntos de chequeo, pero el señor que conducía
el vehículo al acercarse donde se realizaban los controles, les decía a los
pasajeros que no se preocuparan y se desmontaba a hablar con los militares, los
cuales les daban instrucciones de continuar, sin ser requisados.
Para tranquilidad de Eduard, el diálogo
con Sonia había tomado ese rumbo. Se mantenía al lado de su amiga
hábilmente sin mirarla a los ojos, aunque a veces la chequeaba de reojo. Temía
que ella lo enfocara con esos ojos penetrantes y que delatara su timidez.
Sentía que si se producía un cruce de miradas a la distancia que estaban uno de
otro, él iba a vibrar de emoción o
talvez de miedo y podría hacer algo
ridículo.
***
Al llegar a Bonao, el cobrador de la guagua comenzó a recorrer el pasillo
requiriéndoles el pago del pasaje a todos los ocupantes. Por su parte el chofer
dijo en voz alta y amenazante, para que
llegara al oído de todos:
−Me voy a detener diez minutos en “La Posada Cibaeña”. El que se pase de
ese tiempo, se queda. Yo no espero pasajeros.
El autobús detuvo la marcha y los pasajeros comenzaron a salir. Eduard y
Sonia que se encontraban en la última fila, se levantaron de sus asientos y
esperaron que los que estaban delante circularan por el angosto pasillo.
Cuando ya estaban afuera, caminaron juntos hacia el parador, pero antes de
llegar se separaron para entrar a los baños correspondientes a su género. El primero en salir del baño fue Eduard, pero
se detuvo a esperar a su amiga. A su llegada se dirigieron al mostrador del establecimiento.
−Yo invito, señaló ella, -interrumpiéndola él.
−No, yo te he invitado. ¿Qué deseas?
−reaccionó el joven.
−Sólo un refresco de naranja −le respondió Sonia.
Eduard pidió dos refrescos similares, que les fueron servidos en vasos
plásticos. Tomó uno y pasó el otro a su amiga. Pero antes de pagar le dijo a la
muchacha que les atendía que pusiera en dos fundas algunos dulces de leche y de frutas, así como
varias “canquiñas de listas”. Al recibir
las bolsas, le entregó una a Sonia, expresándole:
−Para que les lleve a tu madre y a los niños. Ellos siempre esperan algo
cuando uno regresa.
Sonia dio las gracias a su amigo y le dijo que le llevaría los dulces a su
madre y le diría que es un obsequio que le envió un amigo. Ella miró el reloj
que llevaba puesto, y expresó:
−Vamos, ya es hora, somos los últimos y tenemos que entrar de primero. −Y
se dirigieron al autobús para ocupar
nuevamente sus asientos.
Cuando abandonaban el
establecimiento escucharon la voz de un distribuidor de periódicos gritar:
“Desembarco Guerrillero en Azua”. Eduard giró rápidamente hacia donde se
encontraba el “canillita” y pudo ver el amplio titular del periódico El
Nacional, en letras rojas, tal como lo había pronunciado el distribuidor del
vespertino. Se produjo un caos alrededor
del distribuidor, ya que todos deseaban obtener un ejemplar. Eduard finalmente
logró obtener uno. Durante unos minutos se detuvo en la información relativa al
desembarco que decía: “Un grupo armado formado por ocho o nueve hombres
desembarcó anoche en una playa de la provincia de Azua, en el sur del país, a
unos 190 kilómetros de Santo Domingo”.
Los dos jóvenes ingresaron de nuevo a la guagua y juntos comenzaron a hojear el periódico.
Entre las principales informaciones que traía el vespertino se destacaba un
cable de la Agencia Francesa de Prensa (AFP) fechado en Santo Domingo con el
titulo: “Caamaño Dirigiría el Grupo” en el que se daba cuenta de que un “Un
grupo de guerrilleros al mando del ex coronel Francisco Caamaño, jefe de los
Rebeldes en la Revolución de 1965, desembarcó en la Costa Sur del país...”
También informaba que la Secretaría de
Estado de la Fuerzas Armadas había prometido emitir en las próximas horas un
comunicado “sobre el supuesto desembarco de guerrilleros en la Costa Sur del
país”.
El periódico comunicaba además sobre las operaciones militares que se
desarrollaban en la zona de San José de Ocoa, donde supuestamente se
encontraban los guerrilleros, así como de supuestos combates entre los
insurgentes y las fuerzas regulares. También comunicaba las medidas de
seguridad adoptadas por el gobierno en todo el territorio nacional.
Traía además, la información de que la residencia del profesor Juan Bosch,
presidente del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), había sido ocupada por
un contingente militar, en momentos en que el líder opositor no se encontraba
en su casa. También informaba de allanamientos a las viviendas de la señora
Mirna Santos, viuda del asesinado
dirigente izquierdista Amín Abel Hasbún,
secretario general del Movimiento Popular Dominicano (MPD), la del doctor José Francisco Peña Gómez,
secretario general del PRD y la de don Luís Amiama Tió, uno de los dos
sobrevivientes del grupo que participó en el ajusticiamiento del dictador
Rafael Leonidas Trujillo, entre otras.
En una medida adoptada bajo el argumento de “preservar la paz y evitar la
alteración del orden público”, el gobierno dispuso la incautación, por parte de la Dirección de
Telecomunicaciones, de los cristales y la salida del aire de las emisoras Radio
ABC, Radio el Mundo de los Minas, Radio Mil, Radio Visión y Radio Continental.
Los medios intervenidos tenían como común denominador el hecho de que
transmitían los principales noticieros de radio a todo el país.
***
El autobús seguía rodando y los dos jóvenes proseguían comentando las
noticias que trajo el periódico. Sonia daba señales de agotamiento, y en un
momento expresó:
−Tengo sueño, estuve hasta tarde de la noche estudiando para un examen−, y
recostó la cabeza sobre el espaldar del asiento.
Minutos después, ya casi dormida, dejó caer la cabeza sobre el hombro derecho
de Eduard, quien la ayudó acomodarse. Recostada sobre él dormitó hasta que se
aproximaban a la ciudad de Santiago.
Eduard también intentó dormir, pero no pudo conciliar el sueño. Estaba
encantado con la fragancia del suave perfume que llevaba Sonia, que se esparcía por todo el espacio que
ocupaban. De vez en cuando la brisa arrojaba sobre su cara el suave y delicado
pelo de la muchacha, que ajena a lo que pensaba su amigo permanecía dormida.
La guagua continuaba el recorrido y Eduard decía para sí:
−Solamente Sonia con la seguridad y la confianza que tiene en sí misma, es capaz de dormirse sobre los
hombros de un tipo que le ha manifestado decenas de veces que ella es “el amor
de su vida”. Pero a seguidas reflexionaba y recordaba que para ella, él no era
más que “mucha espuma y poca cerveza” y con la torpeza que había demostrado,
todo parecía indicar que la muchacha
tenía toda la razón.
Finalmente Sonia se movió y separó la cabeza del hombro de Eduard.
−Gracias –le dijo– por haberme permitido descansar.
−Yo también dormí un ratito, −mintió Eduard, y añadió:
− ¿Qué soñaste?
−No soñé nada y tú −le respondió la muchacha.
−Yo soñé –dijo Eduard− que iba en una guagua acompañado de mi novia, que
ella dormía apoyada sobre mi hombro y que yo estaba como embrujado por el rico
olor de su perfume.
Por primera vez se miraron a los ojos y Eduard apreció el hechizo de unos
ojos grandes y brillantes que le hicieron sentir el palpitar del corazón. Él,
ya se sentía más suelto, quizás porque se aproximaban al final de la ruta; pero
estaba preparado para recibir una nueva reprimenda de la encantadora Sonia. Sin
embargo ella, muy calmada, sólo se
limitó a decirle: “oportunista”.
Se acercaban a la Terminal de
guaguas, donde ambos se separarían sin saber hasta cuándo. Existía la
posibilidad que ella no regresara a la universidad del Estado, tanto porque no
estaba claro cual sería el destino de la misma o por la presión de su padre que
no tenía interés en que Sonia continuara “perdiendo el tiempo” en esa casa de estudios.
La situación de Eduard era aún más incierta, sus padres no contaban con
medios para cubrirle los estudios en una universidad privada, y de mantenerse
la ocupación de su alma mater, simplemente su carrera de estudiante había
tocado a su fin.
Cuando la guagua se detuvo, los pasajeros comenzaron a salir con sus bultos
por el estrecho callejón. Los dos jóvenes se mantenían juntos y callados, como
si hubiesen agotado todas las palabras. Sonia iba delante y Eduard seguía
pegadito a ella, al ritmo que permitía
el atasco que se había formado en el pasillo.
Mientras salían, un señor, de piel negra, se arrimó por uno de los
cristales laterales del vehículo y pronunció el nombre de la muchacha.
−Hola Rigo: ¿y papi dónde está? −, le preguntó Sonia.
−Se quedó comprando en la ferretería y me envió a buscarte, pero ya hace
rato que estoy aquí. Debe estar desesperado.
−No te preocupes que ya llegué, nos vamos en seguida.
Una vez se encontraron fuera del vehiculo, Eduard y Rigo ayudaron a Sonia a cargar la maleta y otros
bultos que sacaron de la cajuela y los introdujeron en un carro Mercedes
Benz, que estaba estacionado en uno de
los parqueos de la Terminal, en el que Rigo había ido a recoger a la muchacha.
El conductor encendió el auto y Sonia y Eduard quedaron parados uno frente
al otro. Había llegado el momento de despedirse. Se abrazaron con mucha fuerza
y se besaron en las mejillas. Sonia no pudo disimular, mientras se dirigía al
lujoso auto y se introducía en el
asiento trasero, varias lágrimas brotaron de sus ojos y se deslizaron por la
pendiente de sus delicadas mejillas. Eduard sentía también deseo de llorar,
pero pudo contenerse ocultando la mirada. Cuando el auto iniciaba la marcha, se
detuvo por un instante, Sonia abrió el cristal de la puerta y le dijo a Eduard,
entregándole una tarjeta de presentación: “llámame a ese teléfono que yo
siempre estaré ahí”.
Eduard miró la tarjeta y comprobó que era de su padre y que el mismo era
ingeniero de profesión. Mientras el vehículo se iba alejando la muchacha
repetía: “esperaré tú llamada Eduard”. Él se quedó parado en medio del
estacionamiento de la Terminal, observando a su amiga alejarse y pensando si
tendrían oportunidad de volver a juntarse.
Pero la vida continuaría su ritmo, ahora él tenía que seguir su ruta hacia
Santa Elena, donde les esperaban sus padres, que de seguro estaban desesperados
por saber noticias de su hijo.
Se dirigió a un grupo de chóferes y buscones y le preguntó dónde podía
abordar un vehículo que lo llevara a Santa Elena. Uno de ellos se abalanzó sobre él, le
arrebató el bulto y lo condujo hacia
donde estaban estacionados los carros que cubrían la ruta hacia el
indicado pueblo.
En pocos minutos Eduard estaba montado en el auto que lo conduciría a su
destino. Pero ya en camino, el joven trajo a su mente que él no sabía
exactamente hacia dónde se dirigía, ya que sus padres apenas tenían un mes que
habían establecido residencia en ese
lugar.
Su familia la integraban don
Eduardo, su padre; doña Julia, su madre, y sus dos hermanas, Ana y Rosa. Él era el menor y además, el
único varón de los hijos del matrimonio.
Sus dos hermanas ya se habían casado. Ana, la mayor, vivía con sus hijos
en Canadá, casada con un ciudadano de ese país, y Rosa residía en la ciudad de Nueva York, junto a
su esposo e hijos.
Doña Julia se desempeñaba desde hacía alrededor de tres años como directora
del liceo secundario de Santa Elena; y su padre había sido jubilado, después de
ejercer el magisterio por más de treinta años.
Cuando transcurrió el período de las vacaciones de navidad, ambos
decidieron mudarse a vivir en Santa Elena, donde doña Julia pasaba cinco días
de la semana. Entregaron la casa que por años mantuvieron alquilada, lo que les
permitía mantenerse juntos y así reducir los gastos.
Don Eduardo, además de maestro compartía su tiempo como miembro de la Banda
de Música. Había establecido una escuela para impartir clases de guitarra a
jóvenes de la ciudad de Puerto Plata, donde
vivió por más de cincuenta años.
Al establecerse en su nuevo domicilio, don Eduardo hizo arreglos para
instalar su escuela en uno de los cuartos de la misma residencia que habían
alquilado para vivir. En el poco tiempo que llevaba en Santa Elena, ya tenía
varios jóvenes inscritos, los cuales le pagaban una cuota de cinco pesos
mensuales para recibir dos horas de
clase a la semana, lo que generaba algunos ingresos adicionales a los ochenta
pesos mensuales que recibía como pensión.
Su madre, como directora del liceo secundario, ya tenía varios años
viviendo en el poblado y gozaba de mucha consideración y aprecio de parte de la
gente de Santa Elena. Ella estaba feliz de que Eduardo se hubiese mudado para
vivir juntos en un pueblo por el que sentía gran afecto.
Eduard en todo el trayecto iba pensando cuál sería la situación que
encontraría en su nueva morada. Allí sólo conocía a sus padres. No sabía si
encontraría amigos con quienes compartir. Y si la situación se extendía por
mucho tiempo cuál iba a ser el destino de su vida. En fin, mientras el vehículo
avanzaba, una cadena de interrogantes iba ocupando el pensamiento de
Eduard. En el camino no hizo ningún
comentario, ni con el conductor del vehículo,
ni con ninguno de los pasajeros que le acompañaban.
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