Les voy a entregar este relato de mi libro "La fuerza de los debiles", como regalo de fin de semana. Disfrutenlo.
El muerto “era un vivo”
Un acontecimiento que
siempre he recordado y que me hizo comprender la verticalidad y firmeza de mi
madre en sus creencias, ocurrió con su hermana Luisa, quien había padecido y superado
una enfermedad de trastornos psiquiátricos. Vivía en una casita muy apartada,
casi en la falda de la loma de la
Prieta, integrada al trabajo, a la iglesia y
a la crianza de una nieta y su hijo menor.
Resulta que un domingo
en la mañana, mientras se impartía el culto, todos observamos que tía Luisa
estaba muy preocupada y nerviosa, lo que nos hacía pensar que podía tener una
recaída en su quebranto.
Al término del culto,
mamá llamó a tía para percatarse de lo que le estaba ocurriendo. Ella le contó
que durante las últimas noches había estado recibiendo la visita de alguien que
la llamaba y le decía ser el espíritu de su abuelo Basilio Medina, quien había
fallecido hacía muchos años. El muerto le señalaba que se encontraba
“deambulando por el mundo” y que sólo estaría en paz cuando ella, junto a otro
señor vecino suyo, sacara una “botija”40
que había enterrado en vida.
Mamá inmediatamente cogió
la seña, y sospechó que se trataba de
una artimaña de un “vivo” para obtener algún propósito con su hermana. Le dio
ánimo y le dijo que con la ayuda de
Dios, resolverían ese problema.
Luego de la comida,
Digna, nuestra hermana mayor, partió con tía para dormir en su casa y cumplir las
instrucciones que mamá le había
impartido, percatarse bien de los hechos
para traer más informaciones
sobre lo que estaba ocurriendo.
Cuando Digna regresó al
día siguiente llegó aterrorizada, el drama que se presentó esa noche cuando “llegó el muerto” le provocó
un miedo aterrador. Contó lo ocurrido y mamá no vaciló, por el contrario
reafirmó su posición de que se trataba
de “un vivo”; y de inmediato puso en marcha un plan para “agarrar el muerto de
Luisa”.
Ese mismo día, cuando
comenzaba a oscurecer, partimos hacia la casa de tía, que se encontraba a una
distancia de alrededor de un kilómetro, camino a la loma. Le acompañábamos
Josué, Digna, Aracelis y yo; así como un señor que trabajaba en nuestra
parcela, que le decíamos “Colás Merejo”.
En el caso de mi hermano y yo, éramos jovencitos de 15 y 17 años
aproximadamente, que habíamos madurado a destiempo con el trabajo y respetados
por todos, tanto por nuestro comportamiento como por el valor que nos
atribuían.
Cuando íbamos en el camino nos encontramos con tío Gero,
que venía de cazar con su escopeta. Mamá lo invitó a que nos acompañara, Éste
aceptó con mucho gusto la invitación,
aún sin mamá darle detalles del plan que había diseñado.
Yo no estaba tan
seguro, como mamá, de que todo iba a salir bien. Antes de que Digna diera su
versión, yo pensaba que podía ser que la salud de tía se estaba deteriorando y
lo que decía escuchar era el fruto de su imaginación. Pero al mismo tiempo,
aunque mi hermana había confirmado la certeza de lo que tía decía, no percibía
que ella estaba tan convencida, como mamá,
de que no se trataba de algo extraño.
Cuando cruzamos un
arroyo, en la ruta hacia la casa de tía,
Josué se me acercó y me susurró al oído
que debíamos tomar algunas piedras, para llevarlas “por si acaso”. Me acogí a
su sugerencia y tomé dos piedras casi redondas, que pesaban aproximadamente
media libra cada una.
La casa estaba
situada en un lugar muy oscuro, en medio
de un cacaotal. Cubierto, además, por frondosas matas de aguacate, mango y
otros árboles. Cuando llegamos al lugar, ya tía estaba encerrada en su
habitación con los dos pequeños que vivían con ella. Se percibía un gran
silencio en todo el entorno. Las hojas de los árboles ni siquiera se movían,
por falta de brisa. El bullicio habitual de los pájaros e insectos, muy común
en los anocheceres, tampoco se escuchaba.
A nuestra llegada,
Josué le solicitó a mamá que nos
permitiera quedarnos afuera, escondidos en las matas de cacao, para atacar con
las piedras que llevábamos, al “muerto”
cuando se aproximara. Esta petición fue
negada, ordenándonos entrar juntos a los demás al aposento de la casa. Josué
aceptó “a regañadientes” la orden impartida. Yo en cambio, creo que fui el
primero en entrar al cuarto.
La vivienda estaba construida con materiales rústicos (tablas de
palma, yaguas y palos) y el piso de tierra. Tenía dos compartimentos, uno que
se utilizaba como dormitorio, cerrado con una puerta de madera y la otra parte
que era como la sala comedor. Esta parte no estaba cerrada, aunque tenía dos
espacios para puertas y uno para ventana.
Estando todos
encerrados en la pequeña habitación, no pasó mucho tiempo para que se
recibieran las primeras señales que anunciaban la presencia del “muerto”. Tal
como Digna nos había contado, se escuchó un sonido parecido al de un puñado de
monedas que se dejaban caer de una mano
a un recipiente metálico, como un jarro de aluminio.
El sonido se escuchaba
repetidas veces y cada vez más claro en la medida que se iba acercando. Una vez
entró a la casa y se colocó frente a la puerta del aposento, el sonido se
oía con mayor claridad: Klin klin klin,
klin klin klin. Confieso que se me engrifaron los pelos, las rodillas
comenzaron a temblarme y sentía el
corazón que me palpitaba como si fuera a
salirse del pecho.
De inmediato, siguiendo
el plan que mamá había trazado, se inició el siguiente dialogo:
−
¿Quién es?−, preguntó tía, respondiendo
de inmediato una voz un poco ronca.
−Tú
sabes.
−Yo no sé nada. ¿Quién es?−. Repitió tía.
−Aquí anda Basilio Medina−, respondió a
seguidas la voz.
−
¿Y qué es lo que quieres? −, le preguntó tía en forma muy decidida.
−Quiero que tu y H... saquen una botija que
tengo enterrada.
−
¿Y por qué tengo que ser yo? − añadió tía Luisa.
−
Es que me encuentro deambulando por el mundo y no tendré paz hasta que
ustedes saquen esa botija−, prosiguió “el muerto”.
−
¿Y dónde está esa botija? − Le preguntó ella.
−Está en el tronco de la mata de caimito que
hay en Los Medina, al lado de donde estaba la casa en que nosotros vivíamos,
-le respondió él.
−
¿Y qué tengo que hacer?−, le inquiero tía:
−
Ponerte de acuerdo con H... para que la
saquen y la dividan entre los dos.
−
¿Y qué más tengo que hacer?−,
continuó preguntándole la tía:
−Cuando
vayan a sacarla, tienen que llevar tres velas, rezar cinco Padrenuestros y
siete Avemarías –le respondió el muerto.
−Pues
yo estoy dispuesta hacer lo que sea para resolver esta situación−, le dijo tía al muerto.
−
Si, pero hay otra cosa−, agregó el muerto.
−
¿Y cuál es esa cosa? −, le requirió tía.
−
Bueno, que tú tienes que acostarte primero con H... y luego sacar la botija.
−Pues
no hay problema yo lo que quiero es resolver esto−, preguntándole a seguidas.
−
¿Y qué tengo que hacer ahora?
−
“Pues, machete a la oreja”41, le respondió él de inmediato.
Llegado este momento,
la puerta se abrió y quien salió de ella fue mamá, encontrándose con el señor
H... parado frente a ella. Al encontrarse descubierto emprendió la huida, pero
mamá lo siguió y lo obligó a tener una larga conversación que giró, me imagino,
alrededor de la salud de tía y su
responsabilidad si la misma se deterioraba.
Por mi parte, no sé los
demás, tengo que admitir que durante el diálogo entre tía y el “muerto”,
temblaba de miedo. Estábamos encerrados en un cuarto oscuro y no podíamos vernos entre sí. Pero de una cosa si
estaba agradecido. Que mamá no haya aceptado la propuesta de Josué de que nos
quedáramos afuera él y yo.
Regresamos victoriosos
a la casa, disfrutando la hazaña que habíamos realizado, pero cuando llegamos,
mamá se reunió con nosotros y nos
encomendó que no debíamos comentar con nadie lo ocurrido. Creo que hasta este
momento yo cumplí con el compromiso que asumí.